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MESSI LEYÓ LOS DIARIOS

La imagen se repite en loop. Esta vez fue Silva, el año pasado Aléxis Sánchez. Penal decisivo, gol, frustración. Messi no se derrumba: ya lo había hecho tras fallar su disparo. Abrumado por la presión, se sintió derrotado desde el primer tiro. El suyo.

Víctima de la maldición de ser el mejor en un país donde todos lo son, Lionel Messi anunció tras el subcampeonato argentino en la Copa América que la selección era un tema terminado: "No es para mí", dijo serio, aunque sin convicción. Tal vez sea un amague. Tal vez hayamos visto lo último que el mejor tenía para darnos.



Antes de eso pasaron muchas cosas: Vimos la tercer final de Copa América que al líder del Barcelona se le escapaba, también la tercera en años consecutivos. ¿Los motivos? Miles. Suyos y ajenos. Pero en la tierra donde los dedos se usan más para señalar que para sostener lápices y escribir historias propias, ser bueno en algo es una maldición. Se transforma en una carga imposible de tolerar. Nadie nunca hará felices a los argentinos.

Maradona es bueno ahora, de a ratos, cuando se lo compara con el fracasado capitán actual. El resto del tiempo es un drogadicto, un pésimo ejemplo aunque nunca se postuló como tal. Y no sólo se circunscribe a la práctica deportiva. ¿El oído absoluto de Charly García fue valorado? ¿Fuimos nosotros quienes disfrutamos lo mejor de Barenboim, del Che Guevara? A los buenos los empujamos a irse, los ignoramos, les reclamamos, les exigimos y los veneramos cuando otros lo hacen. Sacamos pecho: "es argentino como yo".



Pero somos derechos y alguna vez fuimos también humanos. Entonces tenemos la obligación de recordarle a aquellos que tuvieron la osadía de intentar, que eso es malo. Intentar lleva al fracaso. Porque somos "un país de mierda", porque todo nos sale mal. O porque queremos creer eso. Hay un goce en prolongar la mediocridad y convertirla en la fiesta de todos.

El fútbol es el encargado de mostrarnos en estos tiempos lo más absurdo de eso que se enmascara como el sentir popular. El desconocimiento absoluto de las reglas del deporte lleva a la mayoría a ignorar cuestiones básicas como que en toda competición hay ganadores y perdedores. Que se pierde porque otro te ganó, no sólo porque no tuviste ganas/huevos/mentalidad para ganar. Que los millones de dólares los tienen todos, y que el "hambre" en este deporte descansa en los partidos de ascenso, pero allí escasea el talento. ¿Qué viene primero? ¿El huevo o la gallina (en este caso, la calidad)?


Si Messi se siente genuinamente un perdedor (desde acá no aventuramos pensamientos que sólo él conoce) demostrará cuan hondo puede calar esta cultura berreta del triunfalismo argentino. En un país al que ningún índice de desarrollo, de educación o bienestar le es favorable, se desparrama una exigencia desmedida en ítems atendiendo glorias pasadas. Más que exigir éxitos basándose en logros de otra era hay que preguntarse qué milagro obró en aquellas epopeyas.

Si bien ya se disiparon los nubarrones, ya los niños dejaron de llorar y la mayoría cree que el 10 del Barcelona volverá a jugar para Argentina, no hay certezas al respecto. ¿Será capaz Lionel de creerle a esos enviados divinos que tienen todas las postas? ¿Realmente una parte de él se convencerá de su inutilidad, su incapacidad de dar lo mejor en la selección? Una cosa es certera. Como alguna vez dijo Passarella (hosco enemigo de los periodistas), éstos son "los que nunca pierden". Festejan éxitos ajenos, señalan culpables (alguno tiene que haber) en la derrota. Son tan sutiles que convencen al desprevenido de que piensan como él, y que por ende ese individuo construyó esa idea vacía y mediocre que va a distribuir.


¿Será acaso todo culpa del periodismo? Claro que no. Antes que corporativamente el gremio salte a defenderse amparándose en la ya gastada invocación a la libertad de expresión, no cabe margen para aseverar eso. Los deportistas pierden y hacen las cosas mal. Pero no fracasan, a menos que empiecen a dejar de creer en sí mismos o se crean que realmente ya no vale la pena intentar. Messi se expuso a ese veneno de la grandeza impostada, de la pereza intelectual que busca un cómplice en el lector. Cuando deje de leer diarios, se convencerá nuevamente de lo que es y volverá a generar noticias. El que tiene que cambiar es él. Ellos seguirán ahí, al acecho de sacarle el jugo tanto a sus podios como a sus tropiezos.

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